17 de diciembre de 2012

Tortugas marinas

Recuerdo como cuando de niño desafiaba al porvenir, sentado en el alféizar de la ventana del salón, con el jardín bajo mis pies. Con una cacerola en la cabeza como único medio de precaución por si la gravedad decidía abrazarme, estiraba un brazo lo más lejos posible mientras me aferraba con la otra mano otro al pomo de la ventana, intentando colorear las nubes con unas pinturas heredadas de mis primos mayores; que por lo visto debieron ser muy sabrosas, ya que estaban todas carcomidas, aunque yo no era capaz de entender como alguien podía preferir eso al pan untado con nocilla.

En aquella época la casa del pueblo era todo el mundo que yo necesitaba conocer y los gigantes y dragones aparecían y desaparecían con la misma facilidad con la que una sábana por encima de la cabeza te convertía en un fantasma. Los castillos se construían solos y cualquier pequeño objeto tenía una historia que contarme. Pero si hubo una actividad a la que me entregué en cuerpo y en alma, aún cuando todavía no sabía que significaba esto, fue la de observador y vigilante del cielo.

Cabalgaba en mi bici hasta la colina en la que se ancla el acueducto y me resbalaba por la linde hasta posarme sobre este. Allí,  utilizando el cartón de cualquier rollo de servilletas terminado, inspeccionaba minuciosamente el cielo, buscando esas formas ovaladas, verdimarrones y corpulentas, que revolotean entre las nubes las noches frías de agosto y que solo yo parecía tener la habilidad de ver. Armado con una manta y una sonrisa, pasaba allí arriba horas y horas, sirviéndome del viejo ábaco de mi abuela para llevar la cuenta de las tortugas marinas que pasaban surcando el cielo.


A menudo las veía sonreír con la chulería de quien sabe que te sobrevivirá, describiendo el paso del tiempo con sus trayectorias celestes, vacilando a las demás aves con sus majestuosas piruetas y me encontraba a mi mismo al día siguiente intentando imitar sus movimientos, con una caja de cartón atada al cuerpo con cinta aislante a modo de caparazón; soñando con, algún día, poder migrar con ellas a ese lugar donde van, cuando los adultos dejan de hacerles caso, los sueños que tuvieron de niños.

Continuará...

by belsierre (Con la colaboración de Vanessa)

1 comentario:

Vanessa dijo...

Me quito el sombrero y mi nariz casi toca el suelo. Sencillamente sublime, tiene tu esencia. Estas son las cosas que me recuerdan por qué me fijé en ti. Mi relato no tiene nada que hacer junto al tuyo :-D