6 de septiembre de 2005

El sargento chusquero

Es un hombre fuerte, de unos cuarenta años y una sonrisa muy difícil de conseguir, tanto que hasta la fecha sólo la he visto cuando le contaba que para mi madrugar son las doce. Mis compañeras dicen que es serio, aunque en el fondo es un tío muy cachondo, y los clientes más veteranos y salvajes del bar lo describen como ‘El Sargento Chusquero’, en honor a aquellos sufridos profesionales de la mili que se dedicaban precisamente a eso, a chuscar a los novatos. Quizá por eso me acojoné, reconozco, cuando vi que tendríamos que compartir turno durante la semana de las fiestas. ¡Ya verás ya, Andresito, ya no va a hacer falta que te mate!, decía riendo El Yayo. El Sargento en cuestión se llama Manuel. Tiene siempre la mirada de un centinela y un acento andaluz que ha resultado ser de Barcelona, mira tú por donde. Hoy he terminado mi primer día de instrucción y, lejos de chuscarme, está siendo un mentor ejemplar en el mundo de los salones de juego y lo que es más importante, un tío de puta madre. Es un camarero buenísimo, y ha vivido ya mucho. Quizá por eso tenga esa actitud tan cínica en el bar y en la vida. Sigue las reglas al pie de la letra, si un cliente cayera muerto al lado de la barra llamaría primero al encargado para ver que política tiene la empresa al respecto. Nunca da charlas, seguramente porque sabe que no sirven de nada y se cabrea, en silencio, cuando en la tele dan noticias tristes. Es implacable con la chusma que, a veces, entra en el bar. La mayoría, como ya lo conocen, se dan la vuelta y se marchan. Está convencido de que los jóvenes de hoy no nos pegamos ni un tercio de las fiestas que él se pegaba y cuando no hay copas que secar o cañas que poner siempre me cuenta una de camareros. Como aquellas de cuando trabajaba en un bar de carretera con un puticlub a cada lado y tenía que pelearse, casi a diario, con la gentuza que aparecía por allí. Le ayudó mucho, supongo, el haberse alistado en la legión con tan sólo dieciséis años. Con dos cojones, loco, pero con dos cojones. Deambula por la barra como si fuera un refugio donde, a diferencia del mundo exterior, todo es asombrosamente simple y se hace siempre de la misma manera. Siempre me advierte, cuando ve que soy un poco despistado, que si alguna vez construyo un puente (a pesar de que le explico que soy ingeniero de Teleco, no de obras públicas) le ponga una placa con mi nombre que el ya pasará cruzando el río. No vaya a ser que la jodamos, Andresito. De todas maneras. Cuando ríe o cuando está serio, cuando habla o cuando calla, chusquero o no, El Sargento es una de esas personas con las que es un placer servir una barra.

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