9 de marzo de 2005

La fábula del ingenioso hidalgo

Lo tengo justo a mi lado, a un palmo de mi mano derecha. Y, mientras fijo un ojo en la pantalla para escribir estas líneas, tengo al otro haciendo de centinela por si acaso decidiera escaparse. Es un ejemplar algo viejo y bastante usado, pero no por eso pierde su encanto.

Últimamente lo llevo a todos los sitios, para aprovechar hasta el más mínimo momento de descanso. Y es que resulta que con esto del cuatrocientos aniversario he decidido volver a leérmelo, fíjate tú por donde. Por una parte lo hago porque creo que he aprendido desde la primera vez y creo que entenderé mejor todo lo que quería decirnos y jamás entendimos, y por otra porque creo que es la forma perfecta de homenajear al autor y no todas esas conferencias, charlas, fiestas, reuniones y ediciones especiales que, porqué no decirlo, le deben haber sentado a nuestro querido hidalgo manchego como una patada en los cojones bien dada.

Creo que lo que él hubiera querido, de haber podido opinar, hubiera sido que alguien, más o menos, igual de idealista que él continuara su cruzada buscando aventuras, solucionando agravios, deshaciendo entuertos y demás.

He escuchado a mucha gente decir que sólo era un loco, alguien que no sabía lo que hacía. Y es verdad, él era un loco. Igual que lo eran Buñuel, Lorca, Dalí, Einstein e incluso el Che. Y es entonces cuando me doy cuenta de que no estaría mal, es más, sería conveniente y necesario que viniese al mundo un sucesor suyo que dedicara su vida al ejercicio de la andante caballería. Y para predicar con el ejemplo he decidido armarme caballero y salir al mundo a ver que puedo hacer.

De ello y de las aventuras que me acontezcan daré buena explicación en esta página. No os preocupéis por mí porque, al contrario que Alonso Quijano, yo conservo mis cualidades mentales intactas y no he perdido el juicio con los libros de caballerías. De momento.

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